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Venus

Una forma nace del eterno femenino, el mar como Venus se revela como origen primigenio de la vida.

Hay momentos en que la realidad se vuelve símbolo sin proponérselo. La cámara capta una forma nacida del azar: espuma que, al disolverse, parece revelar un sexo femenino. No lo imita, no lo representa. Lo convoca desde el interior de la forma.


En esta imagen, la espuma ya no es solo materia efímera: es superficie que se pliega, que oculta y revela, que traza sin intención una forma íntima y ancestral. Un espacio más que una figura. Un umbral, más que un contorno.


Este gesto fugaz resuena con la lógica del barroco que Gilles Deleuze describe en El pliegue: lo femenino no es contorno, es profundidad; no es límite, es pliegue sin fin. El sexo como espacio, no como objeto. Como interioridad que escapa a la mirada directa, pero se manifiesta en los repliegues del mundo.


De rerum natura de Lucrecio lee que la materia está en constante agitación: átomos que se combinan, que colisionan, que por azar componen formas que despiertan deseo o memoria. La espuma, resultado visible de ese caos organizado, produce aquí un dibujo que parece haber sido inscrito por la naturaleza misma. No con intención, sino con potencia.


La evocación del sexo femenino no es aquí representación, sino aparición. No es gesto deliberado, sino hallazgo. Como si la naturaleza tuviera su propia memoria simbólica, como si el azar trabajara en alianza con lo mítico. Como si Venus, nacida del mar, aún dejara rastros en la superficie del agua.


Anne Carson, al escribir sobre el deseo, señala que lo erótico no está en la posesión sino en la distancia, en lo que no se alcanza del todo. Esa cualidad ambigua atraviesa esta imagen: lo que aparece es apenas un indicio, una forma suspendida entre lo real y lo sugerido. Como si lo simbólico se revelara por unos segundos antes de volver al mar.


Lo escultórico y lo efímero se encuentran en este instante único. La forma se alza por un
segundo y se disuelve. El disparo es la única forma de retenerla. Pero incluso así, la
fotografía no explica: sugiere. No encierra un sentido: lo abre. Y en ese gesto, nos
entrega una imagen que no puede decirse del todo, pero que, como el mar, vuelve una y
otra vez.


Membrana

El paisaje invertido como dispositivo de percepción. La superficie es un espejo que respira.

En Under Mallorca, la mirada se invierte. La cámara, situada apenas cuatro centímetros bajo la superficie, observa desde abajo un mundo que, aunque familiar, aparece transfigurado. Lo que se capta no es la transparencia del agua, sino su capacidad de distorsión: un espejo líquido que transforma el cielo, la luz y las formas en una abstracción vibrante.


Esta inversión del punto de vista convierte cada imagen en una pregunta sobre lo real. ¿Qué vemos cuando miramos a través de un umbral? ¿Cuánto de lo percibido pertenece al mundo exterior, y cuánto a la subjetividad que mira? Siguiendo la fenomenología de Merleau-Ponty, la serie evidencia que ver no es un acto neutral: es una forma de estar en el mundo, de habitarlo desde un cuerpo. Aquí, ese cuerpo está sumergido, alterado, contenido en otro medio. Y todo lo que atraviesa la lente parece venir desde un lugar onírico, casi táctil donde lo fluído y lo escultórico se confunden.


En estas imágenes, la superficie del agua actúa como una frontera inestable entre lo que está arriba y lo que está abajo, entre la percepción directa y la ilusión. Como en el mito de la caverna de Platón, no vemos las cosas mismas, sino sus reflejos deformados. Pero a diferencia del mito clásico, aquí no hay condena, sino revelación: la distorsión es parte de la verdad, no su negación.


Las formas capturadas en Under Mallorca no son documentales: son vivencias visuales. A veces abstractas, a veces figurativas, invitan al espectador a moverse en esa zona incierta entre lo que se sabe y lo que se intuye. La isla, desde abajo, no es la misma. Es un lugar suspendido, reflejado, transformado por la lente del agua y el tiempo.


Una ola como fuerza elemental revela lo sublime, algo bello y aterrador que no podemos controlar. La fotografía convierte lo fluido, lo inabarcable en arquitectónico.

Esta fotografía se inscribe en la tradición visual iniciada por La gran ola de Kanagawa de Katsushika Hokusai, pero no desde la cita literal, sino desde una resonancia estructural y conceptual. Aquí, la ola no es paisaje ni narración, sino cuerpo puro. No hay horizonte, no hay figuras, no hay escala: solo espuma, una realidad inabarcable.


El fotógrafo captura el momento en el que el agua se pliega sobre sí misma, instantes antes de romper. Es un fragmento de energía, una forma en tránsito que, por definición, no se repite. Lo que la cámara detiene no es solo una ola: es una forma que nace y muere en el mismo gesto.


La imagen convoca lo sublime, en el sentido descrito por Burke: una experiencia visual que sobrepasa la comprensión racional, que no busca la belleza serena sino la conmoción. Lo sublime no tranquiliza: asombra. Y esta ola, como la de Hokusai, no se deja domesticar.


Frente a esa violencia potencial, la fotografía propone un segundo eje de lectura: el de la contemplación. Desde una sensibilidad que remite al zen y a la tradición japonesa del wabi-sabi, esta imagen se relaciona con lo efímero, lo incompleto y lo imperfecto. No busca una ola ideal, sino una forma contingente, concreta, capturada en su devenir. Su belleza no está en la simetría, sino en la aparición fugaz de una estructura inestable.


En este sentido, la imagen dialóga también con Heráclito: panta rei, todo fluye. El mar no se detiene, y sin embargo aquí, en este encuadre, en esta fracción de segundo, parece dibujar una arquitectura natural, una escultura líquida que no puede reproducirse.


La fotografía no busca ilustrar ideas, sino habitarlas. Es un ejercicio de atención radical. Un acto de presencia ante el movimiento que nos supera.